Aceptar es acoger, recibir, consentir, decir sí a lo que es o sucede. La vida nos pone permanentemente en contacto con situaciones en las que nuestros deseos, expectativas, planes se ven truncados por imponderables. Si no estamos en contacto con esta verdad, vivimos insistiendo e insistiendo en que las cosas sean diferentes de lo que son.
Algunos de los males decisivos que nos aquejan son inevitables. No están en nuestro poder. Muere un ser querido y no pudimos hacer nada para evitarlo. El budismo subraya en la necesidad de aceptar las circunstancias adversas y el dolor. Es decir, aceptar que el dolor es parte de la vida. A esta aceptación del dolor el budismo la llamó desapego. Esto no es la aceptación pasiva de la resignación sino la aceptación valiente de lo que ocurre. Lo que es inevitable no debe lamentarse, lo sucedido no puede cambiarse, de modo que es inútil perder tiempo pensando que podría haber sido de otro modo. Los males inevitables hay que soportarlos y reservar nuestra energía para ahorrar los males evitables.
Aristóteles divide los problemas en dos: los que están en nuestro poder y los que no lo están. Respecto a estos últimos, se trata de entrenarnos para sufrir lo menos posible. La aceptación valiente del dolor, de los problemas, de las angustias es una parte necesaria de la vida. Aunque gran cantidad de cosas no dependen de nosotros, existe algo que sí está en nuestro poder: el modo de reaccionar frente a lo que nos sucede, incluso cuando debemos optar entre dos alternativas que no hemos elegido.
Aceptación no es pasividad, sino lucidez para ver las cosas tal cual son, sin rechazarlas. En este punto, esta actitud se diferencia de la tolerancia: cuando dejamos que los otros nos hagan cosas o que persistan situaciones que nos dañan o comportan sufrimiento y frente a los cuales podríamos hacer algo. En este caso, deberíamos analizar la situación, y buscar qué pasa con nosotros para no producir los cambios necesarios para salir de la posición de “Víctima”.
También nos es difícil aceptar los cambios. Sabemos que todo cambia, pero deseamos que las cosas sean sólidas, estables, seguras. Sufrimos porque nos aferramos a ellas cuando, en realidad, deberíamos soltarlas y renunciar a controlarlas. Respecto de nuestros sentimientos, por ejemplo: tendemos a crisparnos cuando tenemos sensaciones dolorosas o desagradables, en consecuencia no les permitimos ser completamente. Creamos, entonces, un bloqueo que no nos permite ver con claridad y comprender lo que sucede. De hecho, actuamos para modificar nuestras emociones en lugar de observarlas con atención. Si en lugar de bloquearlas, de luchar en contra de ellas, las aceptamos, tienden a calmarse, ya que se libera la energía utilizada para negarlas.
Aceptar es en primer lugar advertir y admitir nuestras dificultades. Es tomar conciencia de que lo que nos sucede es parte de nuestra historia y también necesaria en ella. Aceptar es también des-responsabilizar a los otros por nuestras dificultades, y responsabilizarnos para poder efectuar los posibles cambios. Aceptar es un camino para el descubrimiento de nosotros mismos. Algunas personas se rechazan a sí mismas en un nivel tan profundo que no podrán comenzar ninguna labor de crecimiento espiritual hasta abordar este problema.
Aceptar es más que reconocer o admitir simplemente. Es experimentar, estar en presencia de, contemplar la realidad de algo, integrar en mi conciencia. No puedo vencer un miedo cuya realidad niego. No puedo cambiar unos rasgos que insisto en no poseer. No puedo perdonarme una acción que no reconozco haber cometido. La aceptación de nosotros mismos es la condición previa para el cambio y el crecimiento, y también para la aceptación de los otros.
No hay que confundir la aceptación con la resignación, es decir, con el hecho de conformarse con una cosa irremediable, generalmente después de haber luchado inútilmente con ella. La resignación es la renuncia a la satisfacción de un deseo que, sin embargo, subsiste. Ya no es la rebeldía, su contraparte, que dice no, ni a la aceptación que dice sí. La resignación diría más bien "sí pero" o "sí a pesar de todo" o "mala suerte". Acepta la realidad, pero reniega: no adhiere a ella.
Resignarse tiene que ver también con un acto de sumisión, de ceder para no causar problemas, para evitar discusiones, sobre todo cuando se trata de las relaciones vinculares. La resignación siempre incluye enojo, que puede transformarse en deseos de venganza. En cambio, en la aceptación de la frustración de un deseo, o de alguna característica personal del otro, se pone en marcha un mecanismo de reconocimiento de que la realidad "es".
La aceptación de nosotros mismos es nuestra disposición a hacernos cargo de lo que somos, con nuestros pensamientos, emociones y deseos.
María Inés Troncoso
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