Volver a ser niño en un viejo cine del Centro
Juan Rodrigo y yo emergimos de las "Torres de El Silencio". Hacia la quinta década del siglo XX, aquellas torres gemelas habían sido símbolo de progreso y modernidad de la pujante ciudad de Caracas. Medio siglo después, exhibían esperpénticos signos de decadencia y abandono –pese a ser sede de importantes instituciones de mi nación.
Salimos a la inmensa Plaza Caracas; por aquellos días, era imposible transitarla libremente; ese espacio público que antaño se usara para conciertos, mítines políticos, o simplemente, para el disfrute ciudadano, se había convertido en un tortuoso y abigarrado laberinto: en él, cundían cientos y cientos de maltrechos tarantines donde se expendían la más disímiles mercaderías –desde películas pornográficas y ropa de contrabando hasta comida chatarra, fuegos artificiales y sustancias de consumo ilegal. Diariamente, al llegar o salir de mi trabajo, yo atravesaba ese hediento dédalo, en el que adultos y niños pernoctaban, comían y hacían sus necesidades.
Huyendo de tal caos, caminé con mi hijo en dirección norte, hacia el Centro histórico de la ciudad; después de diez minutos, llegamos a las inmediaciones de la Asamblea Nacional. Frente a la regia sede del Poder Legislativo se hallaba el Teatro Ayacucho, la sala de cine más antigua de Caracas; ese añejo santuario del séptimo arte había funcionado ininterrumpidamente desde 1925, año en que había sido inaugurado por el entonces presidente de la República, general Juan Vicente Gómez.
De pronto, me di cuenta de tres cosas: a) nunca había visto una película allí; b) exhibían "Madagascar" en funciones continuadas; c) comparado con los cines que yo solía frecuentar en el Este, sus precios eran muy económicos. Conclusión: compré dos entradas para ver la película; minutos después, en la amena oscuridad de la sala –mientras mi hijo y yo bebíamos gaseosas y devorábamos palomitas de maíz- me divertía pensar en mis colegas directores… ¡de seguro se desgañitarían hasta altas horas de la noche, enzarzados en inútiles diatribas!
Tras veinte minutos de publicidad y anticipos cinematográficos, "Madagascar" estaba a punto de comenzar. Con el estómago lleno de chocolate, rosetas saladas y colas negras (y sin mortificarme por las dudosas cualidades nutritivas de tales alimentos), me distendí sobre la silla, me relajé completamente y entré en una suerte de estado de gracia. Abrazado a mi hijo, yo era un infante más en esa sala llena de niños.
Y entonces (¡luz, cámara, acción!), empezó dentro mí la verdadera película de mi vida...
Cine espiritual al estilo "Dreamworks"
Uno de los hallazgos artísticos más importantes de la primera década del siglo XXI ha sido la consolidación de un género fílmico que –a falta de mejor nombre- suele ser denominado "cine espiritual".
Títulos como "¿Y tú que sabes?", "Uno", "El Guerrero Pacífico", "El Secreto", "Zeitgeist", "La Evolución Índigo", "Arjuna", "Conversaciones con Dios", entre muchos otros, han ido perfilando una tendencia planetaria: más y más personas despiertan a imagen y semejanza del Amor Divino, lo cual se traduce en un mayor consumo de productos audiovisuales de temática espiritual.
En los últimos años, he sido testigo del benigno efecto que esas películas han tenido en amigos, conocidos y, por supuesto, en mí mismo. Ajenas a los circuitos comerciales de cine, y con la única promoción del "boca a boca", tales films son copiados y distribuidos con avidez por personas que incursionan en la sagrada aventura del auto-conocimiento.
Esta tendencia ha impregnado, incluso, a películas realizadas por los grandes estudios de Hollywood: tal es el caso de "Madagascar", cinta producida por la compañía "Dreamworks".
De tal suerte, allí estaba yo, con mi hijo, en un antiguo cine caraqueño, contemplando ese film.
Veíamos a Marty, la Cebra, corriendo en cámara lenta a través de una Jungla idealizada, idílicamente pacífica, con una expresión de indescriptible felicidad en el rostro. Más que Jungla, aquello parecía el Cielo. Con largas zancadas e ingrávidos saltos –al son de una música angelical- Marty salvaba abismos, altiplanos, montañas, acompañado de una bandada de etéreos pingüinos volantes.
Aquello parecía un sueño.
Y lo era, porque, de pronto, Alex el León, el mejor amigo de Marty, lo despertó de su fantasía. "¡Feliz cumpleaños!" gritó el felino, despabilando a la Cebra.
En realidad, Marty trotaba sobre una cinta de ejercicios en el Zoológico de Nueva York. "¡No me interrumpas cuando sueño despierto" dijo la Cebra a Alex. "¡Aquí te traigo un regalo! ¿Por qué te molestas, Marty?", preguntó extrañado el León. Replicó la Cebra: "Ah, es que los años pasan y yo sigo haciendo lo mismo de siempre. Alex, ¿no te incomoda no saber absolutamente nada de la vida fuera del Zoológico? Mírame, amigo, tengo diez años; estoy a la mitad del camino y ni siquiera sé si soy blanco con rayas negras o negro con rayas blancas…".
Despatarrado en mi silla del Ayacucho, encontré en ese diálogo una clara alusión a la "Divina Comedia" del Dante, cuya primera línea reza: "A la mitad del camino de mi vida, me encontré caminando en una selva oscura" (símbolo de confusión espiritual). De repente, reparé en algo aún más inquietante: salvando las distancias, a mis treinta y tantos años, mi vida era igualita a la del Dante y a la de Marty la Cebra: estaba a mitad de camino, encerrado en el triste Zoológico de mi rutina vital, anhelando un Cielo que sólo veía en sueños y sin terminar de conocerme a mí mismo.
La película continuaba. Más tarde, en su jardín, Marty se encontraba con unos pingüinos que cavaban un túnel para escapar del Zoológico. "¿Estamos en la Antártida?", preguntaron las aves a la Cebra. Respondió Marty: "No, estamos en Nueva York. ¿Y qué se supone que están haciendo ustedes?". Explicó el jefe de los pingüinos: "Hoy saldremos de este chiquero. ¿Acaso has visto pingüinos correr libres por las calles de Nueva York? ¡No, claro que no! ¡No pertenecemos a aquí! ¡Nada de esto es natural! Todo esto es como una especie de conspiración. Iremos a los espacios abiertos de la Antártida. ¡A la Jungla!".
"¿A la Jungla?" –preguntó asombrada la Cebra, recordando su ensoñación matinal- "Entonces, ¿eso se puede? ¡Yo también deseo ir a la Jungla! ¡Volver a la Naturaleza! ¡Volver a mis raíces!".
Mientras engullía palomitas –y me sentía cada vez más afligido por verme reflejado en los personajes de la película- me decía a mí mismo: "Yo también quiero salir de mi chiquero. De mi chiquero laboral, de mi chiquero mental, de mi chiquero espiritual. ¡Yo también quiero descubrir mi verdadera Naturaleza, volver a mis raíces, encontrar mi propio Cielo! Pero, según veo, antes tengo que salir de mi particular Zoológico, de esta "matrix" irreal en la que transcurren mis días".
Más tarde, en plena fiesta de cumpleaños, los amigos de Marty le exhortaban a pedir un deseo antes de soplar las velas de su torta. Tras apagarlas, le instaron a revelar su petición; sin dudar, respondió Marty: "¡Ir a la Jungla!". Alarmados, sus amigos reputaron aquel deseo como símbolo de mala suerte. Acto seguido, intentaron acobardar a la Cebra, pintándole los infinitos peligros de la selva. "¿Crees que encontrarás esto en la Jungla?", inquirió a voz en grito Alex el León, mientras le mostraba a su mejor amigo un grueso filete de carne. A lo que contestó Marty: "Alex, ¿nunca has pensado que la vida puede ser algo más que un filete?".
Entonces –qué triste- reparé yo mismo en mi magro filete: mi cargo y sueldo en aquella decadente institución para la cual laboraba.
Resumo el resto de las peripecias vividas por los amigos: al igual que en la Commedia de Dante, en algún momento escaparon del Zoológico (infierno), vivieron estrafalarias aventuras y, de uno u otro modo, se las arreglaron para llegar a la selva. Al principio, esta jungla (con minúscula) no era el Cielo ensoñado por Marty: equivalía más bien al limbo; apocados por su largo confinamiento, los personajes aún desconocían sus verdaderas aptitudes, sus vastos tesoros internos; de hecho, todo el tiempo anhelaban la llegada de "las personas", a fin de que solventasen sus problemas y necesidades.
Muchos actuamos de idéntico modo: nos habituamos a ceder nuestro "poder personal" a terceros (parejas, amigos, parientes, jefes, prelados, gurúes, políticos) porque aún no descubrimos nuestra propia Naturaleza, porque aún no trabajamos esos dones internos que, una vez desarrollados, nos llevan a conocer nuestra verdadera faz –idéntica a la del Padre.
Está escrito: "los milagros son naturales, pero antes se requiere una purificación". En tal sentido, la selva sirvió de purgatorio para que los amigos se depuraran de los miedos adquiridos en cautiverio. Al librarse de tales lastres, despertaron a su verdadera naturaleza: el león en su ferocidad; la cebra en su rapidez y astucia; la hipopótamo en su fuerza y gracia; la jirafa en su salud. La jungla se tornó Jungla –ameno Cielo- cuando se conocieron a sí mismos.
Amorosamente conducido por mi hijo, había ido a ver un film infantil –una típica salida de sábado por la tarde; no obstante, aquella película había incidido en mí de una manera imprevista… ¡como un potente catalizador espiritual!
En el instante presente (el único momento adecuado que existe), Juan Rodrigo había llevado a su papá al sitio ideal para despertarlo de su miedo a correr riesgos y a vivir con coraje.
Relato los efectos posteriores de esta experiencia: el lunes llegué con mi carta de renuncia; tras culminar un mes de pre-aviso laboral, tomé buena parte de mis ahorros y me encerré durante quince días en un exclusivo "spa" de la Colonia Tovar, bella y montañosa ciudad del Centro de Venezuela (fundada en el siglo XIX por afanosos inmigrantes alemanes). Allí me consentí con toda suerte de tratamientos naturales y sabrosos platos vegetarianos preparados al estilo guyanés.
Regresé al hogar a mitad de octubre, con poco dinero en el banco, una familia que mantener y ninguna expectativa laboral en mente.
Y sin embargo, rebosaba de confianza, optimismo... ¡la alegría de alguien que –por fin- ha salido de su vetusto Zoológico!
De cómo mi hijo me condujo a la Jungla de Marty
A principios de noviembre sucedió un milagro: me pagaron todos los dineros que me tocaban por Ley, incluyendo vacaciones atrasadas, fondo de ahorro, fideicomiso y bonificación de fin de año. Digo milagro, porque en tal institución era práctica habitual pagarle su dinero a renunciantes y cesanteados un año después (o más) del fin de la relación laboral. ¡Lo mío había tardado apenas treinta días!
Podía darme el lujo de vagabundear un par de meses y hacer con tranquilidad mis compras navideñas. Mentalmente, postergué la búsqueda de empleo para enero de 2006; así las cosas, no me preocupé por concertar entrevistas laborales, llamar a amigos influyentes que supieran de vacantes o introducir currículos en empresas.
Aproveché al máximo mi inusual tiempo libre y salí mucho con mi hijo Juan Rodrigo aquellos días finales de 2005. Asimilé su espontaneidad, su sentido del humor, su sempiterna alegría y su incontaminada capacidad para recibir las cosas buenas de la vida con los abrazos abiertos...
Cuando andamos con niños y despertamos a su imagen y semejanza, nuestros acartonados planes de adultos suelen cambiar de manera súbita; cuando asimilamos su percepción inocente –libre de culpas y miedos- cuando no tratamos de imponerles a sangre y fuego nuestras neuróticas creencias sobre el funcionamiento del mundo, los milagros comienzan a llegar… De tal manera que lo que sucedió el martes 6 de diciembre de 2005 fue de lo más natural.
Ese día, debía buscar un teléfono celular que había mandado a reparar en una tienda electrónica ubicada en el Centro Plaza de la Urbanización La Floresta. Tomé el Metro y me bajé con mi hijo en la estación Altamira… sólo que en vez de emerger por la salida que da al Centro Plaza, lo hice por aquella que da a la acera de enfrente.
Sí, lo sé: soy un poco despistado y para mí es cotidiano confundir "izquierdas" con "derechas". Pero en tal ocasión –y gracias a que escuché a mi hijo- aquel despiste me valió un Cielo.
"¡Papá, papá! ¡Vamos a los jardines!". Mi primer impulso habría sido cruzar la calle y caminar hacia el Centro Plaza, pero –gracias a Dios- me detuve. "¡Anda, papá, vamos a los jardines!", insistió Juan Rodrigo, halándome de la mano. En lugar de resistirme y cambiar de dirección, me dejé conducir –una vez más- por mi pequeño maestro, por mi sabio lazarillo.
Entramos a los vastos jardines de la Hacienda La Floresta, cuya casona del siglo XVII fue declarada Monumento Histórico Nacional en 1990. En sus instalaciones, funcionaba una de las principales instituciones culturales de la Gran Caracas. Mi esposa solía llevar allí a nuestro hijo los fines de semana para que disfrutara de conciertos de música venezolana y obras de teatro infantil… ¡mientras yo consumía muchos sábados y domingos en mi depauperada oficina de Plaza Caracas!
Desandamos las antiguas caminerías de piedra: sus viejas lajas atesoraban siglos de historia; flanqueados por calas blancas y rojas, cayenas, platanillos, aves del paraíso y begonias nos internamos en aquellos paradisíacos espacios. Bajo la sombra de centenarios samanes y mijaos, algunas personas leían sobre la hierba; el gorjeo de canarios y azulejos matizaba el plácido silencio matinal.
En cámara lenta, de la mano de Juan Rodrigo... ¡disfrutaba de aquella ensoñación celestial! Me parecía tener una visión similar a la de Marty, la cebra de "Madagascar". En el pasado, había visitado un par de veces aquellos jardines… ¡pero nunca me había dado cuenta de lo hermosos que eran!
Mentalmente, contrasté aquel oasis urbano con las caóticas inmediaciones de la Plaza Caracas, donde había trabajado los últimos años de mi vida… en verdad, colocados uno al lado del otro, eran Cielo e Infierno…
Entonces, una idea descabellada cruzó mi mente: ¿sería posible que necesitaran un periodista para trabajar en aquel deleitable lugar?
Pensé: "Oh no, es demasiado bueno para que sea verdad. O, después de todo… ¿podría ser?".
En realidad, nada perdía con preguntar.
Me dirigí a la Dirección de Relaciones Públicas. Muy amablemente, me atendió la Coordinadora de Prensa. Pregunté si había alguna vacante para periodista. "Oh, sí", dijo ella, "justo en este momento estamos buscando a alguien". "¿Podría entregar mi síntesis curricular esta tarde?", inquirí esperanzado. "¡Por supuesto! Trabajamos hasta la cinco", me respondió mi futura jefa.
En la tarde de aquel martes, entregué el currículo con sus soportes.
Dos días después, me llamaron para una entrevista.
El viernes ya estaba trabajando en uno de los lugares más hermosos y prestigiados de la Gran Caracas.
El sábado me tocó hacer mi primera cobertura periodística de un concierto. ¡Un trabajo sumamente agradable!
Tras culminar el evento, mi hijo me preguntó: "Papá, ¿me llevas a comer helado?".
"¿De qué lo quieres, hijo?".
"De chocolate, Papá".
Lo miré embelesado, con infinito cariño.
Dicen que cuando el alumno está preparado, es inevitable que aparezca el maestro; yo tenía al mío justo frente a mí… ¡y medía casi un metro de altura!
Como un chiquillo, me fui a comer un cono de chocolate con Juan Rodrigo.
Porque, tal como dice Jesús de Nazareth, "debéis ser como niños para entrar al Reino de los Cielos".
Compartido por Carmelo Urso